Un lugar donde la llegada de la primavera se note en las pestañas de espuma
y el invierno en la forma en que mis pies arenosos se enredan con los tuyos.
Un espacio que tenga como mínimo la máxima de la alegría, un rincón tan
estrecho que los días no tengan lugar para correr y discurran despacio y
mirándose el ombligo.
Uno debiera poder elegir el sitio donde despedirse de este mundo, a lo
grande, pero en un recoveco chiquitito, para que dure y puedas dar vueltas y
más vueltas.
Con los vecinos necesarios para estar suficientemente acompañado o con un
mando de esos de la Cruz Roja que alerte en caso de urgencia.
Algo íntimo, cargado de felicidad, sin que la soledad venga a buscarnos
como llega ahora tan rodeados de gente como estamos.
Una parcelita ahí, en ese lugar donde veranea tu sonrisa, donde rejuvenece
mi corazón con tu recuerdo, cuando la playa era el territorio común de cada
mañana, mediodía y tarde, y los paseos contigo por la orilla, mi peregrinación
al cosquilleo en la barriga.
Una extensión casi ridícula donde poder sacar a bailar los fracasos de toda
una vida, con la intención de que no se escondan de mi mirada y pueda
identificarlos y avergonzarme.
Un sitio donde zanjar cuentas conmigo mismo.
Y si es posible, en paz.